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Contrastes marzo 4, 2008

Posted by Marta in La vida misma.
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El fin de semana.

La senda discurre por la ribera derecha del río. El suelo rezuma agua y el viento silba sacudiendo los árboles con fuerza. Parece que se fueran a partir pero los árboles son así: pocas veces se quiebran; sólo lo parece. Se muestran siempre flexibles y firmes.

Camina entre remolinos de hojas secas que levantan las corrientes de aire. Las nubes chocan -un trueno- y estallan -llueve con fuerza-. Cuando la lluvia sale al encuentro de uno en pleno monte no hay nada que hacer. Nada más que reír y caminar despreocupadamente, aspirar profundo el olor a tierra mojada.

Y qué si un constipado. Y qué si la ropa se empapa hasta chorrear. Las nubes no piden permiso para descargar; simplemente, lo hacen. No hay elección. Quizá correr un poco sin sentido o hallar un cobertizo donde guarecerse un rato a duras penas. Pero calarse hasta los huesos sabiendo que, a la vuelta, la chimenea espera encendida o la ducha caliente, hace que la mojadura importe realmente nada.

  

La ciudad.

La ciudad es verdaderamente distinta. Lleva media hora en un portal rodeada de gente extraña y nadie cruza palabra. Todos miran la cortina de agua que cae sobre el asfalto -casi opaca- pero nadie la ve. Las mentes están más allá, en el Ibex 35, en el jefe mal encarado, en las prisas, en los plazos y los vencimientos, en las compras…

Es imposible caminar por la calle. Hay olas en las aceras, como un mar embravecido pero duro -rígido-, de hormigón. El viento fuerte levanta el agua acumulada en el suelo y caen torrentes malintencionados desde los canalones, desde las cornisas.

Unos pocos avanzan pesadamente, empapados hasta las rodillas y mojados por los hombros, atrincherados tras el paraguas sabiendo que es en vano. Los coches circulan rápido, pisan los charcos y lanzan salpicaduras a varios metros. Algunos se quejan, mientras esperan a que el semáforo se ponga en verde pero parece que el semáforo nunca fuera a cambiar. 

En esos días, el minutero no avanza y el segundero, enlentece su marcha. El reloj se convierte en un elemento de tortura y dibuja una sonrisa malévola -invisible- que enfría el ánimo, aún más, ya calado en la calle.