El cuarenta y ocho marzo 13, 2008
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Me subo al 48, que hace un viaje interminable, que da la vuelta al mundo, al mundo de Bilbao. Detrás de mí, dos chicas.
– ¡No te lo vas a creer!
– ¡No, no me lo digas! ¡Otro!
– Si hija, sí. ¡Otro! Como todos los años, un bolso.
Y hablan de los bolsos grandes y pequeños, cómodos e incómodos, de colores imposibles -rojocerezaguindavinotornasolado-… Como me aburre la conversación -lo sé, es una desfachatez quejarse de las conversaciones ajenas en el autobús-, reoriento la atención hacia una mujer que sienta a su lado a un niño bastante pequeño. En realidad, a una mochila enorme que lleva a un niño al colegio.
– Amatxu ¿por qué hay que ir al cole?
– Ya te lo he dicho: para que aprendas muchas cosas y cuando seas grande, lo sepas todo
– Yo ya sé muuuuuchas cosas. Mira, me sé el rojo, el merde y el asul. También sé uskera y contar hasta cinco. Mira, amatxu, mira cómo sé: uno, dos, tres, cinco
– Casi sabes, Gaizka: te falta el cuatro
– Joé, que no me has dau tiempo a llegar al cuatro
Mucho mejor que los bolsos, que se han bajado en la parada anterior.
– ¿Hoy te vas a portar bien, cariño?
– Un poco bien
– Bien del todo, Gaizka
– Es que la andereñu es tonta
– ¡Gaizka, eso no se dice!
– Y es vieja. Es viejííííísima
– ¿Ah, sí? ¿Como cuánto de vieja?
– Pues viejísima. Como de treinta o así.
Ya no me esfuerzo por contener la risa y pienso que aún me queda algo de tiempo antes de hacerme viejísima.